viernes, 26 de diciembre de 2008

Canto

La tarde entrega sus sombras,
el caminante las guarda
en su equipaje.

Los rieles quietos, esperan
un tropel de vagones, cicatrices y
lenguas de sed,
que penetren el invierno y
amanecer rumbo al sur.

Rios de venas nuevas, abiertas
justo al nacer
en busca de un mar.

Bandadas del horizonte,
una orfandad implacable
siempre sabe donde ir.

En la costa ya se agitan
la roca y el fuego,
la mùsica parte la noche
desde lo hondo
tribal.

El caminante entrega su sombra
puliendo aceros, solo
con su paladar
de apetito bravìo, de costas y labios,
incendios, trueno y silencio.

Una flecha arquea la esfera
de sangre negra,
por las arenas de los verdugos.

Un canto redondo, cruel y nocturno
arremolina fugitivos en camiseta y
los reune en el fuego
frente al mar.

Lejos del horizonte diurno:
que la civilizaciòn amaba.-

Juan Siri. Mar del Plata.

sábado, 13 de diciembre de 2008

Preparen, apunten, fuego

El pelotón de fusilamiento estaba preparado; el sargento Carlos Barragán fue a buscar al Coronel Dorrego al birlocho donde había pasado las últimas horas, donde escribió cartas para sus hijos, su esposa, y otra para Estanislao López que el General Lavalle nunca permitió que saliera del campamento.
Barragán caminó con pasos cortos y la mirada perdida en el suelo; estaba por llevarse a cabo lo que para él era una locura, y pensaba en sus familiares y amigos, habitantes de los suburbios porteños, encolumnados ideológicamente detrás de Dorrego. Dos semanas atrás había participado de la asonada que lo derrocó tras la noche en la que un comité revolucionario decidió quedarse con el poder en Buenos Aires. Al amanecer siguiente, Barragán y las batalladoras tropas de Lavalle, coparon los cuarteles del Retiro y de la Recoleta, y sin disparar un sólo tiro, a sombrero alzado, el General fue proclamado Gobernador.
Tras la hambruna padecida en el último tramo de la guerra contra el Imperio del Brasil y con sus salarios atrasados, Barragán y sus camaradas creían que se habían acabado por un tiempo las batallas, pero cinco días después de tomar el poder, Lavalle decidió delegar el mando a Guillermo Brown y salió a la campaña en busca de las tropas de Manuel de Rosas y de Dorrego, que se hallaban en el interior de la provincia.
Luego de tres cansadores días de cabalgata los hombres de Lavalle se encontraron con las disminuidas fuerzas de Rosas y Dorrego, que apenas contaban con unos cientos de milicianos y grupos de indios pampas leales a Don Juan Manuel. Barragán y cada uno de los soldados unitarios sabían de la superioridad con que contaban, y entendieron como lógica la intención de su jefe de evitar el derramamiento de sangre, pero Rosas eludió dar una respuesta, sus huestes fueron rápidamente arrolladas y finalmente huyó hacia Santa Fe buscando la protección de López. Dorrego no aceptó escapar y buscó refugio en fuerzas que consideraba leales, pero ese regimiento se sublevó y lo tomó prisionero. Medio centenar de hombres lo escoltó a él y a su hermano Luis hacia Buenos Aires, pero a mitad de camino una contraorden remitió a los presos de vuelta a Navarro, al campamento de Lavalle.
Barragán le extendió la mano al gobernador depuesto para que baje de la carreta, Dorrego se la negó y bajó por su cuenta. De nada había servido la intermediación del Coronel Aráoz de Lamadrid para evitar el fusilamiento; en cambio habían hecho mella en la cabeza de Lavalle los consejos de Salvador Del Carril y Juan Varela, que a través de distintas misivas le insinuaban y recordaban que “...este pueblo espera todo de usted y usted debe darlo todo...después de la sangre que se ha derramado en Navarro, el proceso del que ha hecho correr está formado; doscientos muertos y quinientos heridos deben hacer entender a usted cuál es su deber”.
Dorrego, el cabeza de hidra, como lo llamaban sus enemigos, caminó lentamente hasta quedar frente al pelotón de fusilamiento. Barragán le tapó los ojos con una venda de seda amarilla, tomó su fusil y se ubicó en su lugar. El redoble de tambores pareció perderse en la inmensidad de aquel lugar. Ante la orden impartida, el sargento apuntó su arma pero no disparó. El resto de los fusileros abrió fuego y el sumariado cayó con su cráneo destrozado. El vuelo de unos pájaros despavoridos que irrumpieron en el cielo se grabó en la memoria de Barragán y sus compañeros de tropa. Lavalle se animó a cortar aquel silencio sepulcral diciéndole a su edecán: “Amigo mío, acabo de hacer un sacrificio doloroso que era indispensable”.

martes, 30 de septiembre de 2008

"Manito"

Erdosain disminuyó la velocidad del automóvil a medida que se acercaba al puesto fronterizo. Con las manos temblorosas silenció la radio y tal como lo exigía un cartel, apagó las luces exteriores y encendió las interiores. Comenzó a sudar. Por un momento pensó en girar a la izquierda y volver a la ciudad, pero supo que no era una buena idea.
En el motel “El Paso” los cuerpos desnudos todavía estaban tibios, y la sangre se escurría entre los flecos de la alfombra. Las sábanas revueltas, el cenicero atestado de colillas de cigarrillos y restos de marihuana, uno de los veladores caído en el piso y el agua de la ducha que seguía corriendo.
Ya era tarde. Aquella maniobra podría llamar la atención de la policía. Se secó la transpiración de la frente y sacó del bolsillo de la camisa el pasaporte y la libreta de conducir.
Cuando Erdosain, su novia y su hermano llegaron a México, una valija con cinco kilos de cocaína los esperaba a cambio de unos cuantos manojos de dólares. La transacción se realizó una noche estrellada en un desarmadero de autos en las afueras de la ciudad de El Paso. Todo transcurrió según lo pactado y los mexicanos apenas si constataron que los dólares fueran verdaderos; hacía tiempo que negociaban con Erdosain y confiaban en él.
Revisó su aspecto en el espejo retrovisor del Camaro y se peinó con la mano el flequillo que le caía sobre los ojos. Tenía dos autos delante. Tamborileaba con los dedos sobre la luneta del coche. Una vez que el primero de los automóviles arrancó, acomodó la imagen de la Virgen de Lourdes que tenía enganchada en el cubre-sol y puso primera.
A diferencia de otros viajes, decidieron quedarse más de una noche del lado mexicano para disfrutar de la fiesta de la Virgen de Guadalupe, un despilfarro de tequila, mezcal, tacos, música y gritos. Bailaron y bebieron hasta las tres de la madrugada e inhalaron cocaína a hurtadillas de la muchedumbre. Erdosain se perdió por un momento en una esquina para orinar contra una pared, y al volver al sitio adonde había dejado a su hermano y a su novia, sintió que se miraban distinto, que se reían diferente. Se detuvo en la sonrisa de ella, como lo hizo la noche de la fiesta en la que se conocieron. Sus labios lo habían deslumbrado, como el brillo de su mirada mientras le hablaba. Aquella primera charla y el vestido negro que llevaba puesto, el primer beso, la lengua en su boca, la suavidad de su espalda y la generosidad de sus caderas.
Al conductor de adelante lo hicieron bajar del auto para que abriera el baúl. El oficial a cargo le pidió que sacara la caja de herramientas y que retirara la rueda de auxilio; levantó la alfombra y revisó cada rincón. Erdosain se secó la transpiración de la frente con la manga de la camisa.
Fue a comprar unos tragos a una barraca con aquel recuerdo vívido en la memoria: el vestido en el piso a un lado del sofá, el cabello cayéndole sobre los pechos y su figura meneándose encima de él.
- ¿Qué quiere tomar, señor?
Erdosain reaccionó y le pidió dos tequilas. Abriéndose paso entre la gente volvió en búsqueda de su hermano y su novia; no los encontró. Caminó dando empujones a quien se le pusiera delante hasta que una mujer lo insultó y de un manotazo le tiró los dos tragos. En puntas de pie miró por sobre las cabezas del gentío y finalmente divisó el sombrero tejano de su hermano. Se orientó y regresó a la barraca a buscar nuevos tragos y, algo más tranquilo, fue al encuentro de sus acompañantes.
Cuando el auto de adelante arrancó, Erdosain se puso a la altura de la ventanilla y extendió su mano con los documentos. El oficial lo miró a los ojos y le preguntó de donde venía.
- De la fiesta de Guadalupe, me vuelvo a mi casa.
Una vez que estuvieron los tres juntos y bebieron los tragos, Erdosain les aconsejó regresar al motel para descansar antes de volver a los Estados Unidos, pero ellos quisieron seguir bailando un poco más, y le pidieron que no fuera aguafiestas. Erdosain simuló una sonrisa e intentó torpes pasos de baile. El sofá, la imagen de ella a contraluz y el grito final desgarrado de ambos. La miraba bailar y no podía quitar aquellos recuerdos de su mente. La tomó de un brazo, a su hermano le hizo un gesto con la cabeza y los tres comenzaron la caminata hasta el auto para volver al motel.
- Suéltame, me estás lastimando.
- Discúlpame, no me di cuenta.
- Siempre el mismo.
- Señor, hágame el favor de bajar del coche.
En el viaje hasta el motel nadie habló; al llegar, la novia de Erdosain fue directo al toilette y abrió la ducha para tomar un baño. Su hermano se sirvió una botellita de whisky del frigobar y tomó la maleta con los cinco kilos de cocaína de abajo de la cama matrimonial.
- Devuélveme eso, es hora de guardarlo, ya se acabó la fiesta. Ve a tu cuarto –le rezongó -, voy a guardar la maleta, a cargar gasolina y vuelvo –le avisó a su novia.
Ella, desde la ducha, ni le contestó.
Él bajó hasta el estacionamiento mientras su hermano se iba a su habitación. Levantó la rueda de auxilio en el baúl y con un destornillador hizo palanca para abrir un doble fondo que allí había soldado. Guardó la maleta, bajó la placa de metal y colocó de nuevo el auxilio en su lugar. Con la radio a todo volumen se dirigió hasta la gasolinera más cercana, que estaba a seis kilómetros. Una vez en su cuarto, su hermano se dio cuenta que se había olvidado el sombrero en la otra habitación y regresó a buscarlo.
En la gasolinera, Erdosain pensó en tomarse una cerveza allí sentado, pero cuando tuvo la lata en su mano recordó la escena de la señora que le tiró los tragos, la muchedumbre, el sombrero de su hermano y el enojo de su novia cuando la tomó del brazo. Pagó la cerveza, la gasolina y se subió presuroso a su coche. Ya en la ruta, extrajo de la guantera su Colt 45, verificó que estuviera cargada y le puso un silenciador. El vestido negro, la mirada de su novia, aquel cuerpo desnudo y la cara de su hermano sonriendo en la fiesta. Hurgó en un bolsillo de su pantalón por una nueva dosis de cocaína y cuando estuvo a cien metros del motel desaceleró para que no notaran su arribo.
El oficial del puesto fronterizo, ni bien Erdosain bajó del auto, le pidió que apoyara las manos en el techo y lo palpó de armas; luego se introdujo en el automóvil para revisar la guantera y debajo de los asientos. Después, le solicitó que abriera el baúl.
Subió sigilosamente la escalera y frente a la puerta de la habitación del hermano acercó su oreja para escuchar si había música. Cuando comprobó que estaba en absoluto silencio se sacó el revolver de la cintura y de una patada abrió la puerta de su cuarto. Al verla desnuda, sentada sobre su hermano, no titubeó y le disparó dos tiros en la espalda. El hermano instintivamente se sacó el cuerpo de encima e intentó frenar el impulso de Erdosain con la palma de su mano extendida. Erdosain le pegó un tiro certero en la frente, luego se acercó al cuerpo de ella, que había caído al piso, y le cerró los ojos. A su hermano, apenas lo miró. En el viaje hasta la frontera tomó la última dosis de cocaína que le quedaba a mano y detuvo el auto en la banquina, en un pequeño puente que pasaba sobre un río: allí arrojó su Colt 45 y la bolsa donde tenía la cocaína.
Erdosain disminuyó la velocidad del automóvil a medida que se acercaba al puesto fronterizo. Con las manos temblorosas silenció la radio y tal como lo exigía un cartel, apagó las luces exteriores y encendió las interiores. Comenzó a sudar. Por un momento pensó en girar a la izquierda y volver a la ciudad, pero supo que no era una buena idea.
El oficial revisó con su linterna el baúl y le pidió que sacara la rueda de auxilio; levantó la alfombra y pasó el haz de luz sobre la superficie metálica. “Está bien, puede seguir” le dijo.
Erdosain se subió al auto, encendió la radio y continuó el camino de vuelta.

jueves, 18 de septiembre de 2008

El gordo

La ambulancia no debe haber tardado mucho en llegar, pero a mí me pareció una eternidad. El dolor cerca del brazo izquierdo era punzante y continuo, y las pastillas que me había recetado la doctora no me hacían nada. Al principio pensé que habían sido los ravioles con estofado los que me habían caído pesados, pero enseguida me di cuenta de que era algo más jodido. Mi cuñada me convenció de llamar al hospital, y finalmente llegaron. Para subirme a la camilla se las vieron bravas los muchachitos; uno era tan flaco que parecía que los pómulos se le iban a salir de la cara y el otro, que venía mejor de músculos, mañero, supo cómo trasladar mis ciento cincuenta y dos kilos desde el sillón donde estaba recostadoEn la puerta de casa, además de mi hermano y mi cuñada, me pareció ver a la vecina de enfrente, que en cuánto vio la luz de la sirena debió salir corriendo de su chalet para enterarse a quién le había tocado esta vez. Muchos viejos vivíamos en el barrio y cada dos por tres las ambulancias andaban a toda máquina por las calles, y la vecina de enfrente salía enseguida para ver dónde se estacionaba. Desde el ventanal del kiosco yo también podía ver todo lo que pasaba en la cuadra.Me pareció que mi cuñada lagrimeaba y a pesar del malestar pude ver cómo la codeaba mi hermano. Cuando me acomodaron en la parte de atrás de la ambulancia me sentí un poco más relajado, quizás por la mascarilla de oxígeno, pero el dolor continuaba allí, agudo. En la primaria, una vez había tenido un dolor similar, justo después de unos ejercicios que nos hizo hacer la profesora Helena. Qué linda era, con su pantalón azul ajustado y su chomba blanca, con el pelo rubio largo hasta la mitad de la espalda sujetado siempre con hebillas de colores. Mi vieja decía que se hacía la pendeja, bah, a mí me gustaba igual. Lástima que a partir de cuarto grado nos pusieron al Profe González, que insistía en que yo también podía esforzarme y hacer los ejercicios que hacían mis compañeros. Con mi panza no estaba para andar dando vueltas carnero o hacer medialunas; las únicas medialunas que yo conocía bien eran las de manteca que hacía mi abuela. Que suerte tuvo la abuela, el corazón le dijo basta y se fue dormida sin enterarse.No llegábamos más al hospital. Tenía razón mi hermano. Parte de lo que sacaba en el kiosco tendría que haberlo destinado a una pre-paga; seguro que la ambulancia hubiese tardado menos, y la clínica “Santa Rosa” quedaba mucho más cerca que el hospital. Cómo chillaban esas sirenas, me taladraron los oídos. Parecían los gritos de mi vieja cuando me encontraba con la cuchara sopera dentro del frasco de dulce de leche, y eso que mi papá le decía que me dejara en paz. ¿Qué habrá sentido el viejo antes de morirse? ¿Habrá pensado en mí? Yo sí que le daba laburo, pero era gaucho el viejo. El día que estuvo diez puntos fue cuando le arregló la bicicleta a Lucrecia, mi compañerita de sexto grado. Le dijo gracias y se fue sin mirarme, y yo que no le podía sacar los ojos de encima. Tenía el pelo negro, los ojos verdes como esmeraldas y un montón de pequitas en la nariz. Pero claro, no se iba a fijar en el gordito de la clase; ella estaba más al alcance de Nico Giménez, que podía dar hasta dos saltos mortales sin que nadie lo ayudara, o de Matías Teodorozzi, que siempre se sacaba diez en matemáticas.La doctora que vino en la ambulancia fue tan dulce conmigo; no sé si por lo gordo, lo viejo o lo mal que me vio, pero no me soltó la mano en ningún momento. Es tan lindo que a uno le sostengan la mano, a pesar de que la tenga arrugada, regordeta y llena de venas azules y verdes. Esa sensación de que uno tiene alguien al lado, que puede contenerlo, o simplemente escucharlo, o apenas eso, tenerlo al lado. Si me hubiera casado quizás no me hubiese llamado tanto la atención ese gesto, pero en la soledad en que viví, a pesar de la compañía de mi hermano, mi cuñada y mis sobrinos, que se casaron y se fueron, un gesto de esos se hace notar.Cuando llegamos a la guardia del hospital y abrieron las puertas de la ambulancia me bajaron tan rápido que casi me caigo de la camilla. Me pareció, por los gestos, que a mi hermano y a mi cuñada les dijeron que sólo podía pasar uno; atravesamos una cortina de cuerina marrón y me dejaron, con una nueva mascarilla de oxígeno, hasta que vino el doctor y mandó a la enfermera a pincharme el brazo para ponerme un suero. El dolor seguía ahí, clavado cerca de mi brazo izquierdo. Pensar que en la secundaria no me ganaba nadie pulseando, ni con el derecho ni con el izquierdo. Los aniquilaba en dos segundos, a Giménez, a Teodorozzi y al que se me pusiera enfrente, pero las pibas mucho no se fijaban quién ganaba las pulseadas, y menos si sabían que las ganaba el gordo del aula. Ellas estaban más preocupadas por la ropa, los peinados o por la música que les gustaba a los chicos, que creo me vieron bailar dos veces en su vida: en la fiesta de quince de una compañera (que como la madre era prima segunda de mamá no tuvo otra que invitarme) y en la fiesta de graduación de quinto año, donde me agarré un pedo bárbaro y terminé encerrado en el baño aspirando el puf porque no me daba el aire.Aire. Eso es lo que sentía que me faltaba, a pesar de la mascarilla. Cuando volvió el médico me tranquilicé. Preguntó mis signos vitales, dio algunas indicaciones y se fue apurado a ver a uno que, me pareció escuchar, se había accidentado con una moto. Nunca me pude comprar la moto. Mi hermano siempre me decía que me dejara de joder, que no había moto que me aguantara, y además nunca tuve la guita. Yo laburaba con mi hermano en el kiosco que él tenía en el frente de su casa. Cuando mis viejos murieron me fui a vivir a lo de mi hermano, que vivía con mi cuñada y mis dos sobrinos. El “coskio”, como le decía yo, fue mi salvación; ahí me podía hacer unos mangos para mis cosas y para ir a la cancha los domingos, que era mi entretenimiento. Salir, no salía mucho. Los kilos de más hacía un buen tiempo me habían excluido de los cines, y además tampoco me daban muchas ganas En la esquina ya no paraban los muchachitos, que cuando eran todavía pibes me amenizaban la tarde con sus historias de peleas en los bailes o sus nuevos romances. Se habían casado, tenían hijos y algunos hasta nietos. Desde hacía un tiempo eran las vecinas y sus chismes quienes convertían en más liviano el paso del tiempo, y el doctor que no volvía.El dolor se corrió hacia el centro del pecho y con una mano apenas pude pedirle a mi hermano que le avisara a la enfermera. Vino corriendo, y corriendo fue a buscar al doctor, que en cuanto llegó me comenzó a hacer presión con las dos manos contra el pecho. Resucitación no sé cuánto, lo llamaban. ¿La hubieran salvado a la abuela haciéndole aquello? Con el pensamiento le decía: apriete más fuerte, doc. Pobre mamá, no le pude terminar siquiera el secundario, y ni hablar de darle nietos. “Apriete más fuerte”, pero no hubo caso, los abuelos y los viejos me estaban esperando.